marzo 26, 2011

nieve, carbón


Saúco es un árbol. Tiene cinco años: en uno de ellos él fue color verde, otro de color amarillo; el tercero, ocre melifluo y el último año quedó de los colores blanco y negro.  Siempre tuvo el sueño de sentir sus raíces entre los granos de tierra, de que el agua acariciara sutilmente su cuerpo, deseó dejar que la tosquedad de su corteza lo protegiera de las desventuras temporales. También quiso regar sus hojas envejecidas en el piso, así como los árboles viejos lo hacen de cuando en mes, y luego, verlas volar con el aliento de la brisa. Quiso, desesperadamente, crecer hacia la luz y hacia la sombra simultáneamente, con esa conciencia distraída y bipolar que la natura regala. 

Cuando fue de color verde, su agricultor lo encerró en el reprensorio de cinco paredes y barrotes de dudas. Sus raíces –hechas nervios– no tuvieron más remedio que aferrarse al piso de pensamientos latentes ¡Fue tan difícil crecer! Al siguiente año, cuando ya su cuerpecito comenzaba a fortalecerse, el despiadado agricultor lo lanzó hacia una esquina de la desmesurada prisión, al mismo tiempo que su vida se tornaba cada vez más amarilla. La suerte hepática entristeció las ramas que apenas se asomaban, el follaje frustrado desvaneció todo destello esmeralda, absorbió toda la esperanza restante: esa falsa corteza que tarde o temprano, termina fracturada.

El árbol amarillo, escondido bajo un pensamiento baldío, terminó del color de la miel: largo, elástico y delgadito, como un hilo de espesor que no escucha cuando cae, que guarda sus sentimientos uno tras otro, y mientras más sentimientos, más ocre la piel se le volvía. El agricultor nunca advirtió el paradero del árbol, en cambio, lo había dejado en el olvido, un olvido impuesto.

No pasó mucho tiempo antes que la desesperación ganara la batalla: el melifluo cuerpecito gritó desde su morada, justo hoy, el día de las flechas. Gritó para ser notado, para que su agricultor, de una vez por todas, terminara con el sufrimiento. Y así fue, el hombre recogió los retazos de piel y fue juntándolos uno a uno, como artesano que crea una nueva pieza.

Su sueño por fin sería realidad –pensó el árbol desventurado– ya lo cultivaría en la tierra fría, como lo hacen con los demás de su tipo, y crecería hasta alcanzar la ausencia de oxígeno, ahí él sería quien hiciera a los demás respirar. Sin embargo, el agricultor inmovilizó sus raíces con trazos de negro en fondo blanco, su corteza se volvió dos rayas casi verticales e irregulares que desafiaban el vacío de su nuevo destino. Las ramas, fueron hechas por el hombre altas y fuertes, pero con follaje vago, colgando una hoja que otra de la punta vegetal.

Así fue como el árbol llegó a ser real, pero en una vida congelada, de papel. Su sufrimiento también cesó, pero entre los ramajes, quedó el deseo de sentirse erguido sobre la tierra. ¿Qué acaso existe alguna otra manera de estar más vivo que la perenne sensación de deseo sin cumplir?