diciembre 18, 2011

Los rincones de la memoria son más peligrosos de lo que imaginé. Y no sólo hablo en un sentido metafórico (el cual también es cierto). Me refiero además a un sentido más objetivo.

Pero no quiero hablar aquí de los sustos y armas que de repente, sin razón ni motivo, aparecen en las calles de Caracas (una vez más: no hablo sólo en sentido denotativo, sino también connotativo).

No digo a otros, sino para decirme mejor:

"Espera y deseo se ablandan cada vez más y más, y me acunan y acarician igual que a un niño. Y la esperanza extiende su cielo sobre mí, y una imagen, su imagen, pasa vagamente por el espacio, como la Luna, a veces cegándome de luz  y a veces cegándome de sombras" (Kierkegaard, Diario de un seductor)

Volvemos entonces a aquel tema de la gota de agua que no termina de caer y… vaya que no cae. Supongo que intentaré dejar de ser la gota, para convertirme en la asceleración de gravedad: sin más motivo que la masa para hacerse fuerza.

Cuántas ganas locas de ignorar tanto peligro y quedarme… qué interés súbito en girar mi brújula del tiempo una vez más.

Pero sé que es poco asertivo, e incluso suicida… ¿o no?

Es incluso producto de espejismos y de deseos que se burlan disfrazándose de realidad.

Nada más para decir, nada más para pensar.

Ya no quiero (puedo) más.

diciembre 06, 2011

llarriak

Estaba saliendo de la universidad. Pensaba en lo injusto que habían sido mis comentarios y en lo banal que pueden llegar a ser las apreciaciones de otras personas (y por banal no quiero decir poco importantes, sino fuera de lugar, incongruentes y por tanto, insustanciales) porque las alimenta nuestra limitada visión que sólo ve lo que está justo en frente de los ojos.

La cosa es que mientras caminaba, algunos trabajadores podaban las matas que adornan las cercas moradas de la entrada a los edificios. Primer pensamiento: pobre gente… trabajar un sábado a las siete de la madrugada, debería ser penalizado… Seguro dejaron a sus familias solas, ¿dónde vivirán, serán felices? ¿Sabrán que hay cosas mejores?… ¿de verdad hay cosas mejores?

Segundo pensamiento: ¡que rico huele el monte recién cortado!… es un olor líquido, opaco, pesado y denso. Sin embargo, es gratificante.

Acto seguido: el olor que tanto me agradó, jaló de mi mano hasta llevarme a los rincones de la memoria… ese sitio que es tan cruel como acogedor. Esta vez, no obstante, fue muy amable conmigo. Diría Ulalume que repasé los pasajes enciclopédicos de la infancia.

Y tienen que ver con aquel entonces cuando visitábamos mi papá, mi abuela y yo la tumba de mi bisabuela Abigaíl para podarla y mantenerla bonita. Justo ahora me doy cuenta de todas las concepciones de la muerte (y de la soledad) que empecé a construir en ese momento.

No recuerdo con exactitud con qué frecuencia visitábamos el lugar. Intento adivinar que era cada fin de semana, o al menos, dos fines de semana de cada mes. Mi abuela llevaba consigo una máquina para podar que funcionaba con baterías (cargadas desde el día anterior) que tenía forma de plancha de ropa y cuyo uso era similar: sólo había que pasar la máquina por el césped para que éste quedara parejo y bonito. También llevaba consigo una regadera de jardinería que llenábamos en un grifo cercano al sitio de la fosa; y por último, una especie de alimento esferoidal para el césped  que recuerdo color verde muy claro.

Antes de llegar al cementerio, comprábamos un arreglo de flores para dejarlo sobre la tumba hasta la siguiente oportunidad. De manera que llegábamos, estacionábamos el coche, cargábamos con todo y caminábamos cierta distancia hasta llegar a nuestro objetivo. Ahí mi papá se encargaba de pasar la máquina por el césped (fuente del olor que ocasionó todo este viaje al pasado), de cambiar las flores viejas, de esparcir el alimento por toda la superficie del césped, de regar el césped y de esperar a que mi abuela terminara sus parlamentos de oraciones y a que se secara las lágrimas que siempre escapaban de sus ojos.

Yo debo admitir que hacía muy poco. Generalmente iba a llenar la regadera con agua. Pero la mayoría de las veces me divertía leyendo las inscripciones que habían sobre cada lápida. También comparaba de qué estaba hecha una y otra, e incluso comparaba el estado de las tumbas que (como la nuestra) eran visitadas con frecuencia y las que estaban secas, amarillas y desoladas.

 De vez en cuando me quedé a observar la llegada de un nuevo huésped. Recuerdo que colocaban una especie de tienda alta sobre el lugar del entierro. Se abarrotaba de gente vestida de negro y de coronas de flores con inscripciones en escarcha que rezaban mensajes de anhelo. El sacerdote leía cosas que nunca entendí y salpicaba con instrumentos chistosos agua sobre las urnas.

Tengo que resaltar que de todo esto, lo que más me causó misterio, o atención, eran las tumbas sobre las que habían colocado juguetes y pequeños molinitos de viento que giraban con ritmo apaciguado y cuyos colores brillaban a la luz del sol. Hice la misma pregunta mil veces:

-¿Por qué esas tienen juguetes encima?, ¿es para que el muerto no se aburra?
-No hijo… es porque esas son las tumbas de niños.


Y claro que corría por todas leyendo de qué se trataba luego de que mi abuela me gritara que no corriera sobre ellas, sino alrededor. Algunas hacían especificaciones de cómo murió, o cuántos años tenía… pero todas tenían en común que estaban muy bien adornadas y cuidadas.

Fotografía real del Cementerio del Este (Caracas, Venezuela)

Al salir del cementerio siempre comprábamos cocada (con mucha leche condensada y canela para mí) y aguas de coco naturales para mi papá y para mi abuela…

Ahora bien… hoy en día nunca vamos a visitar la tumba de mi bisabuela. Supongo que con el tiempo, se ha convertido en una de aquéllas desoladas y amarillas, sin flores en el hueco de la lápida diseñado para albergarlas. Me pregunto... más bien, creo… que eso pasa con la gente: la frecuentamos, y le damos detalles (cabe destacar que como muertos, ellos a veces no lo notan) pero de repente dejamos de estar cerca y se daña nuestro sitio juntos… aunque siga ahí, desolado, triste y sin menciones.

Es curioso cómo podemos frecuentar más a un muerto que a nosotros mismos. Creo que al final los difuntos que gozan de este privilegio (que sus familias visiten sus tumbas) nunca mueren completamente.

Un día pregunté que por qué dejamos de ir. La respuesta fue que contrataron a una empresa que ahora se encarga de realizar el mantenimiento. Una vez más: igual pasa con los vivos. Dejamos de cuidar nuestro espacio con alguien, y otra persona llegará a ocupar esas dinámicas que una vez tú protagonizaste.

Here is the issue. Todos estamos muertos, todos estamos en tumbas contiguas. Y la gente (por períodos) cuida nuestro lecho, nos traen flores en forma de palabras que dicen lo que uno quiera que digan, y entonces nuestro césped es verde y bonito.

Mi tumba imaginaria, sin embargo, es una de aquéllas amarillas. El mejor pensamiento que puedo tener es que… eventualmente en mi vida pediré ser cremado. Primero, para que nadie sienta la preocupación de visitar el sitio donde esté enterrado mi cuerpo; y segundo, para que nunca nadie me deje de visitar porque simplemente no habrá nada qué visitar, el césped no será amarillo porque nunca existirá. Supongo que al final, nada de eso importa.

En pocas palabras: cuando muera, deseo desaparecer completamente.